Ayer en la tarde fui a una farmacia de Coyoacán. En la cola de la caja noté que dos tipos de unos 25, 30 años y una mujer poco más joven me miraban y secreteaban. Camino al estacionamiento, se me acercaron a un par de metros. Uno espetó: “¡Ciro, hay que estar con Obrador, cabrón!”.
Sonreí, subí al auto, salí y ahí seguían. Uno traía un refresco de manzana en la mano. Frené. Fintó que iba a golpear la ventanilla. Nos mentamos la madre, pero ni él, ni yo, ni el otro ni la mujer nos atrevimos a ir más allá. Retrocedieron chantando injurias lopezobradoristas. Las valientes juventudes legítimas a las que el líder acaba de dar cuerda. Otra vez.
Me había propuesto dejar pasar el enésimo insulto, la enésima calumnia de López Obrador, que el jueves afirmó, así porque sí, que yo le hago funciones de “achichincle” a la “mafia”. Befa ganada por criticar su miserable teatro de Iztapalapa, por cuestionarlo a él y a su pueblo bueno. Pero después de lo de ayer…
¿Por qué un político profesional que se financia con recursos públicos puede calumniar con esa levedad a un periodista y salir impune? ¿Qué tal que Germán Martínez dijera que Carmen Aristegui engaña a las primeras de cambio, que Manlio Fabio Beltrones afirmara que Denise Dresser miente para subir sus bonos en el extranjero, que Fernando Gómez Mont usara esos calificativos con un columnista de La Jornada? Sería un escándalo. ¡Un atentado criminal, fascista, a la libertad de expresión! ¡Dios!
Pero como se trata de López Obrador, pues a bajar la cabeza y aguantar vara.
No, ya no. Voy a documentar los hechos del 2006 a la fecha ante quien sea necesario, porque, hasta donde entiendo, yo soy un periodista y él un político poderoso, muy, muy poderoso.
Que se hace pasar por pobre y desvalido.
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