Escenas de museo
Antonio Muñoz Molina 11/10/2008
Llegará un día, más tarde o más temprano, en el que habrá una sublevación general y probablemente victoriosa contra la tiranía de lo nuevo, contra la coacción y la angustia de no quedarse atrás, de estar al tanto de las propuestas rompedoras, de las últimas tendencias, de lo nunca visto. Los curators estrellas se verán forzados por la necesidad a implorar trabajo como bedeles en renacidas academias de dibujo artístico o como guías de turismo. Algunos, los más avispados, seguirán organizando bienales en apartados municipios, pero se habrán cambiado el nombre para eludir el oprobio, y en las reuniones de padres de la escuela de sus hijos dirán que se dedican a algún trabajo honrado. En los centros innumerables de arte contemporáneo de las comunidades autónomas españolas se instalarán salones de bingo o museos de aperos de labranza y trajes regionales. Los críticos de arte ahora más punteros se apuntarán a cursillos de reeducación en los que irán aprendiendo, muy poco a poco, muy dolorosamente, a expresarse por escrito de manera inteligible. Tiendas de lienzos y de materiales artísticos, ahora sumidas en una penumbra en la que dependientes solitarios se sacuden tristemente las telarañas y el polvo de los mandiles grises, revivirán con la venta masiva de caballetes y paletas de pintor. Como siempre pasa en las revoluciones y en las contrarrevoluciones, se cometerán excesos: la Tate Modern y el MoMA compartirán una gran retrospectiva con las creaciones ceráminas más sobresalientes de la casa Lladró; los pintores se harán fotografiar delante de sus caballetes, con boina y perilla, sosteniendo la paleta, vestidos con anchos blusones...
Un buen abrigo contra la convulsión permanente de lo último son esos museos intermedios a los que casi nadie hace mucho caso
Los museos mayores viven en permanente zozobra. No quieren parecer museos, así que emprenden costosas operaciones de cirugía estética
Ilusiones del pobre señor, como dice la zarzuela. Mientras llega o no llega el momento en que el péndulo, al cabo de un siglo, empiece a cambiar de sentido, un buen abrigo contra la convulsión permanente de lo último son esos museos intermedios que hay en cualquier ciudad y a los que casi nadie hace mucho caso. Los museos mayores, hasta los más sólidos, viven en una permanente zozobra. En América tienen que seducir a multimillonarios y que sacudirse de encima toda sospecha de que se han quedado anacrónicos. En Europa la tranquilidad del dinero público no mitiga, sino tal vez acentúa, el miedo al anacronismo, a dar la sensación de que viven de espaldas a las últimas tendencias, al público más joven.
Los museos no quieren parecer museos, que es lo que son en realidad, así que emprenden costosas operaciones de cirugía estética encargando ampliaciones a las estrellas internacionales de la arquitectura, que los llenan de escaleras mecánicas y aspavientos de titanio. Y como muchos de ellos, luctuosamente, están llenos de obras del pasado, sus directivos intentan disimularlo organizando exposiciones de motocicletas, de vestidos de noche, hasta de videojuegos. El Metropolitan de Nueva York corona cinco mil años deslumbrantes de arte, desde las figurillas de las Cícladas y de las primeras tumbas egipcias hasta la mejor pintura americana del siglo XX, instalando en su terraza tres esculturas de gran tamaño de Jeff Koons, a saber: un globo en forma de perro, un corazón rosa de San Valentín, un caramelo en su envoltorio. El British Museum exhibe en sus salas de mármoles griegos una escultura de Marc Quinn que representa a Kate Moss con una proliferación de brazos y piernas contorsionándose más propia de la diosa Kali. Como en el caso de su compatriota Damien Hirst, los méritos más destacados de Marc Quinn se expresan en términos numéricos: la escultura, de oro macizo, pesa cuarenta y cinco kilos y está valorada en dos millones de euros. Igual que el cráneo cubierto de diamantes de Hirst, la Kate Moss de Quinn es lo bastante banal como para despertar el entusiasmo de la crítica más sofisticada y lo bastante hortera como para atraer a los narcotraficantes, mercaderes de armas y plutócratas rusos que son los únicos que pueden costeársela.
Gracias a los caramelos de Koons, las Kate Moss de oro de Marc Quinn, los terneros y los tiburones en formol y los cráneos de diamante de Hirst, los grandes museos salen en todos los periódicos del mundo, y no en las mustias páginas de cultura, sino en las de moda y en las de finanzas. Los museos medianos no salen nunca, o casi, a no ser que se robe en ellos alguna obra maestra menor que nadie sabía que tuvieran. En los grandes museos todo son mayúsculas, multitudes de turistas, colas populosas atraídas por esas exposiciones que en los Estados Unidos se llaman ya como las películas de éxito masivo, blockbusters.
En los museos medianos, en los un poco menos célebres, uno puede encontrarse en una sala silenciosa y desierta delante de una maravilla que no sabía que existiera, o no recordaba que estuviera aquí. Unos pasos crujiendo sobre el suelo de parquet avisan de la cercanía de otro visitante, o de un guarda que se nos aproxima por cautela. La perspectiva de las salas concluye en la claridad de un ventanal atenuada por un cortinaje, detrás del cual puede escucharse el rumor de la calle, de pronto muy lejano. Son museos instalados en palacios o caserones que se han quedado antiguos, igual que a veces las etiquetas al pie de los cuadros. Me acuerdo de la New-York Historical Society, en una de cuyas salas vi una vez, dentro de una urna, la hucha de latón pintada de rojo, amarillo y morado con la que Julius Rosenberg pedía dinero por la calle para los niños republicanos españoles. Me acuerdo del Museo Lázaro Galdeano, con sus escenas de brujería de Goya, con un retrato de fraile de Zurbarán que parece pintado ayer mismo, con un pequeño paisaje de Constable que sólo puede apreciarse debidamente en un lugar así: una llanura inglesa, la curva ancha de un camino, una figura diminuta reposando a un lado, en una quietud como la que uno experimenta mirando el cuadro despacio, acercándose mucho a él, sin agobio de nadie.
Pero en Madrid no hay mejor espacio para disfrutar la pintura con recogimiento que la Academia de Bellas Artes de San Fernando, que tiene algo de invisible a pesar de encontrarse en un edificio enorme, de pesadez ministerial, en el centro mismo de la ciudad y como fuera de ella. En los museos medianos se ve mejor esa pintura de oficio excelente que es como la serie B de la Historia del Arte, pero en la Academia de San Fernando está además, como un coloso agazapado, don Francisco de Goya, más sobrecogedor aún porque es un Goya menos familiar que el del Prado: el de las escenas de Inquisición y de manicomio, el del retrato de Godoy, obsceno en su poder y en su insolencia física. En las salas deshabitadas de la Academia de San Fernando imagino una escena de una novela que no sé si llegaré a escribir, pero que veo en todos sus detalles: en un Madrid muy lejano de tranvías y pancartas políticas dos amantes que se han citado allí se buscan, oyen de lejos cada uno las pisadas del otro, se abrazan sin miedo a ser descubiertos, sin más testigos que las infantas y santos espectrales de los cuadros, casi cómplices suyos. -
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