El edificio y la ciudad |
30 de Julio, 2007
La arquitectura es el arte predilecto de los autócratas. Una intervención de la creatividad que rehace el paisaje y define los espacios habitables. No hay mecanismo más potente de la propaganda. La arquitectura es un artefacto de ordenación que imprime símbolos y asienta jerarquías. Un elocuente vocabulario de poder. Adolfo Hitler fue un arquitecto frustrado. En un interesante libro sobre los usos políticos de la arquitectura en el siglo XX (The Edifice Complex: How the Rich and Powerful Shape the World, Penguin, 2005), Deyan Sudjic describe la fascinación del dictador por los volúmenes y las edificaciones. En la única ocasión que visitó París, se hizo acompañar de su estado mayor arquitectónico. Más que la estrategia militar de la victoria, le interesaba el diseño urbano de su imperio. En edificios y explanadas se fundaba un reinado que habría de durar milenios.
El vínculo entre el poder y el arte de las edificaciones es antiquísimo y ha sido bien explorado. La arquitectura puede ser demostración de fuerza, resumen del mundo, alimento de cohesión y también una presencia que intimida. Ahora la arquitectura parece juguete de otro amo: la moda. Se ha desatado en el mundo un apetito por lo que Charles Jencks llama edificios-íconos. El crítico se refiere a edificios que trascienden su función obvia. No son simplemente albergues de un museo, foros parlamentarios o salas de concierto sino algo más: construcciones expresivas que pretenden asignar nuevo significado a toda una ciudad. Íconos: metáforas misteriosas que pueden dar fama inmediata a un barrio, a un pueblo, una ciudad. Bajo el efecto del museo Guggenheim de Bilbao ha aparecido una nueva forma arquitectónica. En un mercado mundial donde todos compiten por la atención, los edificios se convierten en un señuelo de publicidad, una ostentación de vanguardismo. Pueden servir como oficinas o tiendas, pero en realidad son faros que se iluminan a sí mismos... y a sus padrinos.
Ese nuevo mundo de la arquitectura jactanciosa ha alimentado un pequeño pero notorio grupo de famosos que siembran su firma por el mundo. El arquitecto como una estrella de rock, protagonista de su película autobiográfica, anunciante de coches, conferencista ante auditorios repletos, constructor en los cinco rumbos del planeta. Rem Koolhaas, autor del mayor proyecto arquitectónico de los últimos años en la Ciudad de México, es sin duda, una figura destacada de ese club de famosos. Puede pasar una semana durmiendo en seis países; diseñó la biblioteca pública de Seattle, la tienda de Prada de Nueva York, rediseña el museo del Hermitage en San Petersburgo y construye el enorme edificio que albergará la casa de propaganda de la dictadura china. Ha ganado los máximos reconocimientos, incluido el Pritzker, ese premio siempre descrito como "el Nobel de la arquitectura". Mantiene cierta reserva crítica ante el mismo sistema publicitario que lo ha encumbrado. Un arquitecto mimado y provocador. Hace unos años denunciaba la idolatría del mercado que exige peripecias a la arquitectura que provienen de la desechable cultura del entretenimiento. El arquitecto convertido en modisto de los caprichos de empresas o gobiernos.
El edificio de Koolhaas que se pretende construir en el Distrito Federal parece el emblema de una abdicación: la noción de ciudad. Perceptivamente Paco Calderón vio en el boceto la silueta de un ataúd. Que reine el edificio, que muera el urbanismo. Ésa parece ser, precisamente, la síntesis de la filosofía del holandés. Para el arquitecto "el urbanismo no existe" y no hay razón para revivirlo o inventarlo. El urbanismo no es más que una ideología en el sentido marxista: una farsa, un sueño o un engaño. Koolhaas sostiene que la búsqueda de un espacio público no es más que un latigazo nostálgico. Dejémonos del romanticismo de las ciudades del siglo XIX. No vivimos en aldeas sino en edificios. Con la televisión, el internet y los distintos medios modernos, el espacio público ha desaparecido. La planeación urbana, el urbanismo han muerto. Sólo la arquitectura existe. En sus manifiestos contra el urbanismo, Koolhaas ha sostenido que la planeación urbana es absurda en nuestro tiempo. Preservar, por ejemplo, los espacios públicos es simplemente un disparate. El rascacielos que Koolhaas quiso matar para reinventarlo después debe ser una especie de ciudad dentro de la ciudad. Gracias a la tecnología los habitantes de esa torre podrán desarrollar todas sus actividades dentro de los pisos del edificio. Conceptualmente, se trata de construcciones desconectadas de su entorno.
Lo notable del proyecto de Koolhaas en la Ciudad de México es el vacío del que surge. La edificación más imponente de las últimas décadas en la capital no proviene de una idea de reocupación urbana: es un baúl que cae del cielo. La inmodestia del tamaño es, en sí misma, un mensaje: el edificio se planta orgullosamente ante la ciudad no para incorporarse, sino para rivalizar con ella. El inmenso bloque no se inserta en la ciudad para activar una zona, para revivir un barrio desatendido. No se instala en una zona apropiada para su inmensidad, rompe con las reglas de ordenación urbana y agrede al vecindario. La Ciudad de México recibiría bien un edificio emblemático, fresco, atrevido. Pero requiere otra cosa antes: el trazo de una recuperación urbana. Un edificio pretende suplir la ausencia de un proyecto de ciudad. Que el gobierno del Distrito Federal lo adopte como símbolo de su modernidad es, en realidad, una confesión. La torre del bicentenario es el ícono de una ciudad a la deriva.
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog
PD. Lo triste es ver no solo como el gobierno apoya está apoyando el fin del urbanismo, sino como algunos que supuestamente se llaman arquitectos busquen construir al precio que sea.
El vínculo entre el poder y el arte de las edificaciones es antiquísimo y ha sido bien explorado. La arquitectura puede ser demostración de fuerza, resumen del mundo, alimento de cohesión y también una presencia que intimida. Ahora la arquitectura parece juguete de otro amo: la moda. Se ha desatado en el mundo un apetito por lo que Charles Jencks llama edificios-íconos. El crítico se refiere a edificios que trascienden su función obvia. No son simplemente albergues de un museo, foros parlamentarios o salas de concierto sino algo más: construcciones expresivas que pretenden asignar nuevo significado a toda una ciudad. Íconos: metáforas misteriosas que pueden dar fama inmediata a un barrio, a un pueblo, una ciudad. Bajo el efecto del museo Guggenheim de Bilbao ha aparecido una nueva forma arquitectónica. En un mercado mundial donde todos compiten por la atención, los edificios se convierten en un señuelo de publicidad, una ostentación de vanguardismo. Pueden servir como oficinas o tiendas, pero en realidad son faros que se iluminan a sí mismos... y a sus padrinos.
Ese nuevo mundo de la arquitectura jactanciosa ha alimentado un pequeño pero notorio grupo de famosos que siembran su firma por el mundo. El arquitecto como una estrella de rock, protagonista de su película autobiográfica, anunciante de coches, conferencista ante auditorios repletos, constructor en los cinco rumbos del planeta. Rem Koolhaas, autor del mayor proyecto arquitectónico de los últimos años en la Ciudad de México, es sin duda, una figura destacada de ese club de famosos. Puede pasar una semana durmiendo en seis países; diseñó la biblioteca pública de Seattle, la tienda de Prada de Nueva York, rediseña el museo del Hermitage en San Petersburgo y construye el enorme edificio que albergará la casa de propaganda de la dictadura china. Ha ganado los máximos reconocimientos, incluido el Pritzker, ese premio siempre descrito como "el Nobel de la arquitectura". Mantiene cierta reserva crítica ante el mismo sistema publicitario que lo ha encumbrado. Un arquitecto mimado y provocador. Hace unos años denunciaba la idolatría del mercado que exige peripecias a la arquitectura que provienen de la desechable cultura del entretenimiento. El arquitecto convertido en modisto de los caprichos de empresas o gobiernos.
El edificio de Koolhaas que se pretende construir en el Distrito Federal parece el emblema de una abdicación: la noción de ciudad. Perceptivamente Paco Calderón vio en el boceto la silueta de un ataúd. Que reine el edificio, que muera el urbanismo. Ésa parece ser, precisamente, la síntesis de la filosofía del holandés. Para el arquitecto "el urbanismo no existe" y no hay razón para revivirlo o inventarlo. El urbanismo no es más que una ideología en el sentido marxista: una farsa, un sueño o un engaño. Koolhaas sostiene que la búsqueda de un espacio público no es más que un latigazo nostálgico. Dejémonos del romanticismo de las ciudades del siglo XIX. No vivimos en aldeas sino en edificios. Con la televisión, el internet y los distintos medios modernos, el espacio público ha desaparecido. La planeación urbana, el urbanismo han muerto. Sólo la arquitectura existe. En sus manifiestos contra el urbanismo, Koolhaas ha sostenido que la planeación urbana es absurda en nuestro tiempo. Preservar, por ejemplo, los espacios públicos es simplemente un disparate. El rascacielos que Koolhaas quiso matar para reinventarlo después debe ser una especie de ciudad dentro de la ciudad. Gracias a la tecnología los habitantes de esa torre podrán desarrollar todas sus actividades dentro de los pisos del edificio. Conceptualmente, se trata de construcciones desconectadas de su entorno.
Lo notable del proyecto de Koolhaas en la Ciudad de México es el vacío del que surge. La edificación más imponente de las últimas décadas en la capital no proviene de una idea de reocupación urbana: es un baúl que cae del cielo. La inmodestia del tamaño es, en sí misma, un mensaje: el edificio se planta orgullosamente ante la ciudad no para incorporarse, sino para rivalizar con ella. El inmenso bloque no se inserta en la ciudad para activar una zona, para revivir un barrio desatendido. No se instala en una zona apropiada para su inmensidad, rompe con las reglas de ordenación urbana y agrede al vecindario. La Ciudad de México recibiría bien un edificio emblemático, fresco, atrevido. Pero requiere otra cosa antes: el trazo de una recuperación urbana. Un edificio pretende suplir la ausencia de un proyecto de ciudad. Que el gobierno del Distrito Federal lo adopte como símbolo de su modernidad es, en realidad, una confesión. La torre del bicentenario es el ícono de una ciudad a la deriva.
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog
PD. Lo triste es ver no solo como el gobierno apoya está apoyando el fin del urbanismo, sino como algunos que supuestamente se llaman arquitectos busquen construir al precio que sea.
1 comentario:
es cierto q estas grandes construcciones están en auge, están de moda, en México y en el resto del mundo, Dubai, Madrid, Rotterdam... y es cierto que rompen con el sistema tradicional de nuestras metropolis; pero al igual que entonces la Torre Eiffel era un monstruo, y hoy en día es una de las maravillas del mundo y un icono para su país, creo que estos edificios lo serán para un futuro. Creo que el urbanismo hay que conservarlo, hay que explotarlo más y no debemos dejar que se pierda, porque aunque dices que la gente vivirá encerrado en un sistema de tecnologías avanzadas, no todo se aprende encerrado en una caja de cristal, de hormigón, de 50 o 100 pisos... el paisaje de alrededor debe ser tratado con la misma intesidad con que se ha hecho ese edificio, con la misma idea de relación humana y con el medio. Me ha gustado tu punto de vista. Gracias!
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