"... Juan Pablo II ha pasado a la historia como el pontífice de la reconquista cultural de los católicos dispersos en causas distintas de la espiritual; su propósito era adaptar la Iglesia al tercer milenio. Para alcanzar este objetivo lanzó una ofensiva evangelizadora que adquirió vivo acento político cuando integró la defensa de los derechos humanos como parte central de su doctrina; de ahí a la denuncia de los totalitarismos no había más que un paso, que Juan Pablo II dio sin titubeos. Su apoyo a la lucha democratizadora del sindicato Solidaridad, que encabezaba Lech Walesa en Polonia, contribuyó a que la transición en ese país se convirtiera en tema de interés para las democracias industriales y la protegió de los reflejos hegemónicos de la Unión Soviética. El apoyo del Vaticano a los obreros polacos también intensificó los colores nacionalistas de la causa democrática y le impuso un tono moral del que se beneficiaron los democratizadores de todo el mundo.
Los tiempos de Benedicto XVI son otros. Su causa, la defensa del catolicismo, ya no puede acogerse a temas universales como la promoción de los derechos humanos. La caída del socialismo real ha dejado a la Iglesia frente a sus enemigos particulares, que no todos reconocemos como malévolos o destructivos.
El nuevo papa ha identificado como sus adversarios: la privatización de la religión, el creciente laicismo, la expansión de las iglesias protestantes promovida -según él- desde Estados Unidos, el atractivo que ejercen en todo el mundo el Islam y el budismo, y el multiculturalismo. (Texto de la conferencia Europa, sus fundamentos espirituales ayer, hoy y mañana, pronunciada por el cardenal Joseph Ratzinger, 22 de mayo de 2004.) Todos estos temas son vistos en general como parte de una gran transformación cultural que se está produciendo en el mundo en forma espontánea, por efecto del cambio tecnológico o de la globalización.
La enumeración del cardenal Ratzinger arriba citada sugiere que la ofensiva juanpaulina quedó muy lejos de la victoria. El nuevo papa querrá parapetar a una Iglesia que está sitiada por todos estos cambios, cuyo vigor y persistencia no dan lugar a pronósticos muy optimistas para el futuro. Pero ¿cuáles son los recursos de la Iglesia para oponerse a procesos sociales extendidos y multiformes?
Tomemos por ejemplo el caso de México. Las estadísticas muestran que más de 80 por ciento de los mexicanos se declaran católico; un poco más de la mitad afirman que van a la iglesia por lo menos una vez a la semana; sin embargo, más de 70 por ciento de las mujeres unidas, mayores de 15 años, en edad de procrear, utilizan algún método anticonceptivo, es decir, ignoran las directivas de la Iglesia sobre control artificial de la natalidad. Cada vez que vino a México Juan Pablo II lo escuchamos con devoción, rezamos, cantamos y lloramos en transporte místico y televisivo, pero seguimos desobedeciéndolo en un tema que para él, y también para nosotras, era fundamental: el control de la natalidad.
Los datos en relación con el comportamiento reproductivo de las mexicanas son solamente un indicador de los avances de la privatización de la religión porque revelan que nuestros asuntos con Dios son personales, que los arreglamos directamente con El cada uno de nosotros. Por esa razón, la mayoría de las mexicanas responden que una mujer que toma anticonceptivos o que aborta puede seguir siendo una buena católica.
Es muy poco lo que el papa Benedicto XVI podrá hacer contra esta tendencia a individualizar la religión, a hacer a un lado a la Iglesia y a optar por una religiosidad o por un misticismo poco o nada clerical. La brecha entre la Iglesia y los creyentes se seguirá ensanchando, pero el proceso en América Latina se agravará porque el nuevo Papa, como su antecesor, no está dispuesto a entender los particularismos regionales, no tiene paciencia para lecturas heterodoxas del evangelio, preocupado como está por el debilitamiento de Europa, que, según él, "...étnicamente... recorre el camino de la desaparición". (Ibid.)
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